Redacción de Sostenibilidad
Colombia se precia de ser un país biodiverso, rodeado de diversas fuentes hídricas y con gran producción alimentaria. ¡Y tiene de qué presumir! ¿Quién podría negarlo si en un mismo territorio se encuentra el Amazonas y también el Darién, la zona con más biodiversidad por metro cuadrado del mundo? Esta riqueza naturaliza el hecho (para los colombianos) de que Colombia es el mejor país del mundo. Además, es común que, con cierto tono chauvinista, se asegure que, también, se prepara la mejor comida del mundo. Y sí, enorgullece, por ejemplo, que el pargo rojo con patacones fritos y arroz de coco sea uno de los mejores platos del mundo, de acuerdo con portales especializados como la BBC.
En realidad, los colombianos tenemos mucho de qué sentirnos orgullosos, pero también tenemos mucho de qué avergonzarnos, como por ejemplo ser uno de los pocos países en los que las tierras fértiles y aptas para desarrollar cultivos agrícolas se utilicen para construir edificaciones o, en términos más técnicos, para expandir el suelo urbano.
Por ejemplo, la sabana de Cundinamarca, que es conformada por once municipios, tiene un problema gravísimo por el mal uso del suelo; lo que deberían ser grandes cultivos de frutas y hortalizas, es ahora uno de los centros industriales más grandes del país. Tocancipá es un claro ejemplo de esto. Este municipio, que es rondado por el río Bogotá y otros afluentes, es uno de los mayores polos industriales de la región por el gran número de empresas que se han establecido allí. Cocacola, por ejemplo, tiene una gran fábrica envasadora allí, así como Cerveza Poker, de Bavaria, entre otras. Lo mismo ocurre con los demás municipios de la sabana; de ser verdes y repletos de tierras fértiles ahora se tornan grises y más densos.
¿A qué se debe esto? En realidad, es un conjunto de factores sociales, políticos y económicos que hicieron de Bogotá una de las urbes latinoamericanas con el metro cuadrado más alto de la región. Por citar un ejemplo, para una vivienda de estrato 3, el metro cuadrado tiene un valor aproximado de $4.000.000. Esto, de facto, significa que las personas tienen que vivir en apartamentos inferiores a los 40 metros cuadrados y asumir una hipoteca por más de 15 años con una cuota promedio de $1.200.000. Caso contrario ocurre en los municipios de la sabana, donde el metro cuadrado para un estrato tres tiene un valor promedio $1.800.000 y la dimensión de un apartamento es superior a los 60 metros cuadrados.
Es comprensible por qué las personas tienen un interés creciente en comprar vivienda en los alrededores de Bogotá, es decir la sabana. Por ejemplo, la firma Properati reveló que durante la pandemia el interés de las personas en comprar vivienda en esta zona aumentó en un 70 % (S.A. 2020).
Esta dinámica ha representado cambios drásticos para los ecosistemas de la sabana, puesto que los municipios han cambiado la denominación de suelo agroforestal a urbano para que las constructoras, en su gran mayoría de vivienda, puedan crear nuevos proyectos inmobiliarios. Con esto, claramente, ganan los compradores y los gestores de negocios inmobiliarios, pero a su vez pierden todos, principalmente por la afectación a los suelos con potencial agrícola y la potencial alteración de los acuíferos y afluentes como el río Bogotá. Colombia es quizás uno de los pocos países que utiliza sus suelos fértiles para construcción y no para producir alimentos (y también uno de los pocos que utiliza agua potable para lavar vehículos).
¿Sobre quién recae la responsabilidad frente al cambio en el uso del suelo en la sabana de Cundinamarca? De tajo, debería descartarse a los compradores de vivienda, puesto que ante una oportunidad evidentemente superior a las que ofrece la capital resulta natural que la aproveche. Por su parte, las constructoras solo aprovechan las oportunidades que sirven los municipios y sus políticos, que incurren en lo que se conoce como ‘volteo de tierras’ al cambiar la denominación y usos del suelo. Es en el Estado y sus instituciones donde recae la responsabilidad por el uso del suelo, ya que al no hacer cumplir, por ejemplo, la ley 388 sobre la intervención de suelos y la seguridad alimentaria, permite que se intervengan a libre voluntad de los mandatarios municipales zonas de especial protección.
Más allá de las responsabilidades que tienen las instituciones frente al cumplimiento de la ley y la protección del suelo, reluce la idea sobre el impacto que tiene una gran urbe como Bogotá sobre sus alrededores. Evidentemente, en la capital hay una carencia de vivienda y esta no está siendo suplida a plenitud por los elevados costes del metro cuadrado y la poca atractiva ofertas de los constructores, que suelen establecer sus proyectos en zonas periféricas. Desde distintos entes como la Procuraduría y el DNP se ha dicho que es necesario iniciar un proceso de reurbanización del centro de la ciudad, donde hay suficientes predios inservibles que pueden sustituirse por construcciones elevadas que alberguen a un mayor número de ciudadanos. Sin embargo, poco se ha hecho y lo cierto es que la mirada se fija cada vez más en las afueras de Bogotá.
Este panorama pone de manifiesto, a su vez, la precarización de la industria agrícola colombiana, si es que se le puede denominar industria a un sector que exporta poco y sucumbe ante el libre comercio. Si hubiera un negocio de capitales en torno a la agricultura, esos suelos con potencial agrícola seguirían conservándose y habría menos interés en convertirlos como urbanos. Quizás eso es una discusión mucho más compleja que involucra al sistema económico del país. Por lo pronto, es menester que las instituciones del Estado fijen su mirada en las modificaciones arbitrarias a los POT y los EOS de los municipios de la sabana para evitar un desbordamiento en las construcciones.
Tenemos mucho de qué sentir orgullo en nuestro país, pero no basta simplemente con mencionarlo. Tenemos que protegerlo, y para ello se requiere un crecimiento organizado y sostenible. A pesar de las críticas que hay frente al uso del suelo en esta región, se debe resaltar otros aspectos como la recuperación del río Bogotá, la puesta en marcha del Regiotran de Occidente y el proyecto para revivir el tren de la sabana norte.
Autor: Andrés Emilio Vargas
Magister en Gestión Ambiental
Editor general de Redacción Corporativa
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